Los últimos datos del Instituto para la Diversificación y el Ahorro Energético (IDAE), publicados en junio, muestran que solamente el 6% del parque de 10 millones de edificios existentes y el 2,5% de las viviendas poseen la certificación energética. El 85% de los casos se sitúa por debajo de la letra E. Solo el 1% ha conseguido la calificación B y poco más del 0% la A, que es la más alta. El panorama no es, precisamente, alentador.
¿Qué está fallando? Para empezar, el público en general desconoce para qué sirve la certificación. La considera un elemento recaudatorio más y la crisis no ha ayudado a cambiar esta percepción. A la falta de liquidez se ha sumado una enorme oferta de técnicos en paro que ha hundido el precio de las certificaciones, algo que los tenedores de inmuebles han aprovechado para apretar aún más las tarifas.
Estos precios reducidos han provocado que la calidad de las certificaciones sea realmente escasa. La parte más importante de la certificación, al margen de la mera clasificación del inmueble, es el desarrollo de las medidas de mejora aplicables para reducir el consumo del inmueble y mejorar su calificación. Este aspecto está pasando desapercibido para el gran público, cuando debería ser la herramienta inicial fundamental para la gestión energética del inmueble. Es necesario que los técnicos expliquen al usuario cómo se utiliza la certificación y la desarrollen en consecuencia.
El mercado, además, no ha incorporado todavía la letra de la calificación como un elemento del valor del inmueble. En otros países donde existe esta experiencia, como por ejemplo Alemania, los pisos de baja calificación muy difícilmente se alquilan, ya que el usuario sabe que el gasto energético para mantener las condiciones de habitabilidad es muy elevado. A veces tanto como un porcentaje del precio de la renta.
Además, aunque existe un régimen de infracciones y sanciones, las administraciones públicas no han habilitado suficientes herramientas ni organismos para vigilar el cumplimiento de la ley. Muchos caseros descartan realizarlo, ya sea por desconocimiento o por ahorrarse el coste de este trámite.
El segundo factor que está dificultando el avance de la certificación energética es la lentitud en la aplicación de medidas de financiación real por parte de la Administración. El ‘Plan Estatal de fomento del alquiler de viviendas 2013-2016′, de abril de 2013, contemplaba ayudas públicas destinadas a actuaciones de rehabilitación energética. El pasado 18 de julio, el Consejo de Ministros volvió a aprobar el mismo plan, ahora con la autorización para firmar convenios con todas las comunidades autónomas y distribuir los 2.300 millones de euros de ayudas públicas: hasta 5.000 euros por vivienda para actuaciones de eficiencia energética y hasta 11.000 euros por rehabilitación.
Sin embargo, su aplicación depende del desarrollo normativo, que compete a las comunidades autónomas y a los ayuntamientos en cuanto al alcance, registro, inspección y sanciones. Aquí el panorama es desigual. Algunas administraciones adolecen de falta de rigor como son los casos de Galicia y Aragón, que solo han registrado 464 y 32 certificaciones, respectivamente. En el extremo contrario, destaca Cataluña, y en concreto el Ayuntamiento de Barcelona que, a través del Consorcio de la Vivienda, abrió en julio una convocatoria de ayudas a la rehabilitación energética. El dinero lo aportarán el propio ayuntamiento y el Gobierno catalán.
Queda un largo camino por recorrer, pero las directrices europeas, la legislación nacional y el incremento de los costes de los combustibles invitan a pensar que la certificación energética, comoelemento clave del impulso a la rehabilitación energética de edificios y al ahorro, ha llegado para quedarse
via@pisos.com
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